Alice Driver | Longreads | Enero ​​2018 | 21 minutos (5,284 palabras)

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“Es muy fácil desaparecer gente.” — Aracy Matus Sánchez, directora de Jesús el Buen Pastor del Pobre y el Migrante, el único albergue en México para migrantes que han sufrido mutilaciones a lo largo de la ruta del migrante.

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Una boca apareció del otro lado de la rendija de seguridad que era del ancho de un puño; le siguieron unos ojos vigilantes. El migrante, cuyo cuerpo temblaba, permaneció de pie con los ojos bien abiertos y se agarraba el brazo gimiendo de dolor. ¿Qué quieres?, preguntó la voz detrás de la puerta metálica. “Yo… yo… alguien me golpeó” dijo el migrante, que parecía tener unos 25 años y se inclinaba sobre sus muslos, como si esa posición compacta lo hiciera estar más protegido.

La puerta se cerró con un sonido sútil, mientras que el migrante se balanceaba de un lado a otro para luego desplomarse estruendosamente en el suelo. El muchacho permaneció lo suficientemente rígido como para poder sentarse, aún vacilante, sobre unos escalones de cemento. Sostenía su brazo izquierdo, el cual tenía una protuberancia debajo del codo, y aunque su respiración estaba entrecortada, no derramó ni una sola lágrima. Después de varios minutos se levantó de nuevo, se dirigió a la segunda puerta que estaba a un costado del edificio y tocó tímidamente. Una vez más esperó mientras agarraba su brazo, se recargó contra la puerta, sus ojos no tenían expresión alguna. Empezó a hiperventilarse, parecía como si su respiración estuviera atrapada dentro de su pecho de ave y luchara desesperadamente por escapar. La puerta seguía cerrada. El muchacho dirigió su mirada a sus pies llenos de lodo, sus dedos se desbordaban sobre un par de chancletas muy delgadas.

La puerta se abrió brevemente y otra vez se pudo escuchar a aquella voz indiferente preguntar al muchacho por qué estaba ahí. Finalmente, cuando la puerta se abrió lo suficiente, el migrante entró en una oficina y se tumbó sobre el sillón más cercano. El hombre que cuidaba la puerta desapareció, y en su lugar apareció una mujer que miró al muchacho y le preguntó: “¿Tienes hambre? Puedes ir con los demás a desayunar” La mujer no parecía notar el estado de shock en el que el joven se encontraba. Después de unos segundos él respondió con un tartamudeo “S..ss..ssí”, y ella señaló el camino hacia el comedor del albergue para migrantes Jesús el Buen Pastor del Pobre y el Migrante, el único albergue en México para migrantes que han sufrido mutilaciones a lo largo de la ruta del migrante.

Un mural dentro del refugio Jesús el Buen Pastor del Pobre y el Migrante, que es el único refugio en México para los migrantes que han sido mutilados mientras viajaban en el tren, La Bestia. (Cambria Harkey)

Mi travesía inició cuando hice un reportaje sobre las experiencias de los migrantes en el albergue para migrantes en Juárez, México, en donde ellos contaron historias sobre desapariciones forzadas, mutilaciones y tráfico de personas de las que habían sido testigos o habían sobrevivido. Las niñas y mujeres que compartieron sus historias me dieron una nueva perspectiva sobre la migración, la cual suele discutirse solo en términos de gente que huye de la violencia física. Muchas de estas anécdotas giraban en torno a la búsqueda de una educación mejor para ellas y para sus hijos, especialmente para las niñas, quienes en muchas partes de América Latina se ven forzadas a abandonar sus estudios desde muy jóvenes.

Hacia finales del año, en septiembre de 2016, aproximadamente 409,000 migrantes habían sido aprehendidos en la frontera entre México y Estados Unidos por haber cruzado de manera ilegal, pero muchos de ellos ni siquiera lograron llegar tan lejos. Según lo que me habían contado, muchos de estos migrantes terminaban en Tapachula. Cientos de ellos habían cruzado la frontera entre México y Guatemala de manera ilegal, subidos en balsas hechas de neumáticos, y habían llegado hambrientos, cansados, mutilados y, muchas veces, buscando familiares que habían desaparecido. Viajé 2, 940 kilómetros desde Juárez hasta Tapachula para visitar tanto el albergue a donde se envía a todos los migrantes mutilados que llegan a México, como el Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdova, el cual tiene programas de apoyo para mujeres migrantes. ¿Qué sentido tiene la migración cuando el precio que tienen que pagar las niñas que huyen de la violencia o buscan una educación mejor es la pérdida de una de sus piernas o de ambas?

El albergue Jesús el Buen Pastor del Pobre y el Migrante se abría hacia un patio interior; ahí, en una de las bancas y rodeada de dos muchachos en sillas de ruedas, se encontraba una joven de 15 años. Uno de sus pechos estaba afuera de su camiseta, mientras que la cabeza de su hijo descansaba cerca de su regazo. “No me gusta hablar de mí”, dijo. A unos metros de distancia Darlin Pérez, de 28 años y originario de Santa Rosa de Copán, Honduras, hablaba sobre sus múltipes intentos por migrar hacia Estados Unidos, explicó: “Sí, he usado el tren dos veces. Sí, es feo, no me gusta. La vez pasada mataron a dos chavas hondureñas, las violaron, las machetearon y las tiraron del tren. Para la mujer sí es un poco más difícil.”

El albergue tuvo sus inicios en 1990 en la casa de Olga Sánchez. En ese entonces, Sánchez se encontraba en el hospital recuperándose de una enfermedad; fue ahí que conoció a una pareja de migrantes que habían sido mutilados y que no tenían un lugar donde pudieran recuperarse. Se habían caído del tren, uno había perdido un brazo y el otro una pierna. Sánchez les ofreció una habitación en su casa y, al poco tiempo, terminó llendo al hospital en busca de más migrantes que no tuvieran a donde ir. Con el tiempo, en su casa ya no había espacio suficiente para recibir a más personas, así que empezó a rentar habitaciones adicionales. Posteriormente, aproximadamente en 2004, con la cantidad de cerca de $77,000 dólares americanos otorgados por la Embajada de Canadá y con ayuda de la mano de obra de los migrantes, Sánchez construyó el albergue actual. Este cuenta con camas para 200 migrantes, pero ha llegado a dar asilo hasta a 400 personas a la vez. En el albergue se atiende a un promedio de 1,400 migrantes al año, de los cuales entre 400 y 600 han sufrido mutilaciones, están enfermos o necesitan quedarse ahí por un período de tiempo más largo.

En el patio del albergue, seis muchachos en sillas de ruedas jugaban a hacer maniobras y se perseguían entre ellos, mientras un grupo de niños correteaba a los pollos. Al costado de uno de los edificios había un mural en el que aparecían dos migrantes, uno de ellos con alas. Al inspeccionar el mural de cerca, pude ver que el migrante que tenía la palabra CAMINA no tenía piernas de las caderas hacia abajo y se mantenía erguido con unas muletas; por su parte, el migrante alado tenía escrita la palabra VOLAR y le hacía falta una pierna de la rodilla hacia abajo. Quería entender las vidas de estos jóvenes migrantes, especialmente las de niñas y mujeres, quienes en su búsqueda por seguridad, educación o servicios de salud habían recibido amenazas de secuestro y mutilación. Si ese es el precio de la migración, queda claro que los sistemas que se encargan de ella nos están fallando.

Aracy Matus Sánchez y Alice Driver. (Cambria Harkey)

Aracy Matus Sánchez, hija de la fundadora y directora del albergue, llevaba puestos unos pantalones de mezclilla, un suéter rayado y el cabello agarrado en una cola de caballo. Sus expresiones faciales se limitaban a diferentes matices de seriedad. Explicó “Aquí es un paraíso, pasando de Tapachula hacía allá el migrante vuelve a sufrir la esclavitud por parte de las mismas autoridades, no tienen la mentalidad de tratar a las personas como lo que son: seres humanos que merecen el mismo respeto”. Durante el lapso de dos horas, Matus Sánchez habló conmigo con una intensidad feroz sobre las dificultades que sufren los migrantes. También me dio un consejo rotundo: “No confíes en nadie. Solo porque alguien no tenga piernas no quiere decir que sea buena persona”.

En uno de los dormitorios que daban hacia el patio, un muchacho platicaba con otro migrante que estaba en la cama de junto. Noel Antonio Torres Lorenzo, de 32 años y originario de Tegucigalpa, Honduras, había perdido una de sus piernas de la cadera hacia abajo en un accidente en el tren “La Bestia” en el año 2004. Ese había sido su tercer intento por migrar a los Estados Unidos. Se recuperó en el estado de Hidalgo, México, bajo el cuidado de una familia que posteriormente lo alentó a que empezara a estudiar. “Ya son mi familia” explicó Torres Lorenzo. Estaba de vuelta en el albergue por segunda vez para le dieran otra prótesis, ya que la primera se había desgastado. También le habían hecho una segunda operación, mientras que el Comité Internacional de la Cruz Roja había pagado su terapia de recuperación y le había regalado la prótesis nueva. Cabe señalar que la Cruz Roja ofrece ayuda a los migrantes en México, Guatemala, Honduras y El Salvador por medio de apoyo para rehabilitaciones y donaciones de prótesis y sillas de ruedas. El hermano de Torres Lorenzo también se encontraba en el albergue después de haber perdido la mano en el mismo accidente.

Miguel Ángel Rápalo Piñeda, de 20 años y originario de Santa Bárbara, escuchó a Torres Lorenzo y luego compartió su propia historia. Había viajado a pie desde Honduras a México con otras cuatro personas, entre ellos dos de sus hermanos. Rápalo Piñeda y los otros migrantes habían caminado día y noche y estaban fatigados. Posteriormente, justo después de haber cruzado la frontera en el municipio de Benémerito cerca de Palenque, México, unos hombres en una camioneta se detuvieron y les ofrecieron llevarlos; tan pronto como los migrantes subieron al vehículo, los hombres les exigieron $3,000 dólares americanos.

“No tenemos ni familia y ellos allí con armas y todo,” explicó Rápalo Piñeda. Después, los secuestradores pasaron a los migrantes de un vehículo a otro; en ese momento, estos últimos trataron de escapar, pero los delincuentes les dispararon a todos por la espalda. Rápalo Piñeda fue el último en salir del vehículo y recibió tres disparos pero, dado que los secuestradores decidieron perseguir a los otros, tuvo tiempo suficiente para esconderse. “Le pedí a Dios fuerza y él me la dio, me iban a machetear” dijo señalando la cicatriz en su cuello, que era el lugar por donde la bala había salido. Luego se levantó la camisa para mostrar las dos cicatrices en su espalda por las que habían entrado las otras balas, mismas que aún seguían dentro de su cuerpo. Mientras platicaba con Noel añadió en tono meditativo “Hay que echarle ganas, es lo único que uno tiene, que Dios le regala la vida ¿no?”

Noel Antonio Torres Lorenzo, de 32 años, Miguel Ángel Rápalo Piñeda, de 20 años y sus amigos se ríen después de perseguirse en el refugio de Jesús el Buen Pastor del Pobre y el Migrante y de hacer estallar caballitos en sus sillas de ruedas. (Cambria Harkey)

Al discutir sobre el tema del secuestro a partir de las miles de historias que los migrantes le habían contado, Matus Sánchez afirmó que este fenómeno no se limitaba a las calles. Contó que los grupos criminales sobornaban a los oficiales mexicanos de migración para así tener acceso a los centros de migración del gobierno. Respecto a estos oficiales Matus Sánchez dijo: “Ellos ya se volvieron secuestradores, ya es delincuencia organizada dentro de la estación migratoria.”

En la parte trasera del patio y más allá del mural, Amarilis Mendoza de 13 años estaba sentada afuera de un pequeño dormitorio de cemento. Llevaba unos pantalones rosa mexicano y la tela de la pierna izquierda del pantalón estaba cortada a la altura de la rodilla, que era donde la pierna de la niña terminaba. Unos meses antes había viajado con su padre y un coyote desde Guatemala y con destino a Estados Unidos. Un día, mientras atravesaban México montados en La Bestia, Amarilis no logró sujetar a su padre cuando éste le ayudaba a subir al tren. La niña cayó sobre las vías y el tren le cortó la pierna desde la rodilla. Su hermana, Rosalinda Vásquez de 17 años, había viajado desde Guatemala para acompañarla mientras le hacían pruebas para su prótesis. Siempre que Amarilis se quedaba en silencio, lo cual sucedía a menudo, Rosalinda respondía mis preguntas mientras su hermana jugaba con un celular. Ahí no había escuela a donde la pequeña pudiera ir, y cuando le pregunté si tenía algo que hacer en el albergue mientras esperaba que le dieran su prótesis, me dijo “Pues nada, pero estoy bien”. Amarilis tenía que permanecer en el albergue al menos tres meses, para que le midieran la prótesis y tuviera tiempo para acostumbrarse a usarla y fortalecer los músculos de su pierna.

La Cruz Roja se encarga de pagar cada una de las prótesis, las cuales tienen un precio de entre $300 y $1,000 dólares americanos. Sin embargo, a los migrantes se les pide que vayan con los médicos que proporcionan las oficinas de migración del gobierno mexicano. Matus Sánchez relató cómo este hecho ha suscitado algunos problemas, ya que conoce historias sobre algunos médicos que se han negado a dar prótesis a migrantes; explicó: “Tuve una señora que estuvo aquí un año y no le daban su prótesis, y ella tenía hijos, y sus hijos no comían si ella no trabajaba”. Por otro lado, los migrantes no querían platicarle a Matus Sánchez sobre este problema por miedo a represalias de parte del doctor. “Suena ya muy absurdo” dijo, cuando me contó sobre las discusiones que había tenido con los doctores para que les dieran varias prótesis. “Mi frase favorita es ‘me voy a encargar del caso personalmente’” señaló, añadiendo que con frecuencia recibía un trato sexista por parte de los funcionarios de gobierno y de diversas instituciones.

“Y si para eso tengo que sonreírle a la autoridad, lo voy a hacer”, dijo. “Si tenemos que conseguir que con risas y carcajadas nos suelten a la víctima, lo vamos a hacer; sutilmente lo vamos a hacer. Porque hacer huelga de hambre no va a funcionar, nos van a desaparecer al migrante. Hay muchos desaparecidos entre las autoridades, muchos reportes. El albergue sabe cómo funciona la autoridad, lo sabe perfectamente y son demasiados años sabiendo qué clase de seres humanos son esas autoridades. Entonces jugamos un juego, somos diplomáticos, cordiales y serviciales, pero cuando hay oportunidades como estas de hablar con reporteros extranjeros, con senadores y diputados, allí se suelta la bomba, bomba documentada y fundamentada porque tenemos papeles y vídeos de los testimonios de estas personas”.

Amarilis Mendoza, de 13 años, se da la mano con su hermana Rosalinda Mendoza Vásquez, de 17 años. Amarilis, que intentó emigrar de Guatemala a los Estados Unidos, perdió una pierna al caer del tren, La Bestia. Su hermana vino a Tapachula, México para ayudar a cuidarla mientras esperaba que le colocaran una prótesis en el albergue Jesús el Buen Pastor del Pobre y el Migrante. (Cambria Harkey)

Matus Sánchez también habló sobre el impacto del Programa de la Frontera Sur de México, el cual fue implementado por el Presidente Enrique Peña Nieto en 2014, y cuyo objetivo era aumentar la seguridad en México al arrestar a los migrantes que se dirigían al norte. Como consecuencia, el programa provocó que subir al tren fuera más peligroso para los migrantes. Matus Sánchez comentó que, en la práctica, esto le había dado a la policía militar y a los agentes fronterizos la autoridad implícita para empujar a los migrantes del tren, lo que provocó un aumento de los casos de personas mutiladas. “Cuando empezó el Programa Frontera Sur me enteré de dos incidentes, uno en junio y otro en julio, y eran más de 800 mutilados y 400 muertos,” comentó. “Un padre me lo contó porque él fue al lugar de los hechos y estaban puros militares alrededor. Pero como el padre se lleva bien con los policías ellos le contaron, “Padre, brazo para acá, brazo para allá, pierna por allá”. ¿Lo hicieron público? No. Y todas las autoridades mexicanas están coludidas. Los que sobreviven, los que quedan vivos y están en el hospital, en cuánto se puede los agarran y los deportan a su país. Ese Programa Frontera Sur fue para tapar la crueldad que están haciendo.”

De igual forma, Matus Sánchez ha lidiado de manera directa con el aumento del número de migrantes mutilados desde la implementación del Programa Frontera Sur.

Ana Lucía Lagunes Gasca, de 31 años, es la encargada de supervisar las iniciativas educativas en el Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdova en Tapachula y dirige la Casa de las Mujeres en la plaza principal. Ella también ha notado un aumento en la violencia hacia los migrantes desde la implementación del Programa para la Frontera Sur. Todos los domingos, la Casa de las Mujeres permanece abierta para dar apoyo y un espacio seguro a las mujeres y niñas migrantes. Lagunes Gasca, criada en la Ciudad de México, es muy risueña y tiene una contagiosa energía positiva. En los últimos tres años ha trabajado con todo tipo de personas, desde niñas que han sido víctimas de trata y que venden dulces y drogas en la plaza, hasta mujeres que hacen trabajo sexual, doméstico o tiene pequeños negocios. Al hablar sobre qué es lo que motiva a las mujeres a emigrar de sus países para tener acceso a la educación y a servicios de salud, Lagunes Gasca explicó: “Parte de esa violencia que hay es que no puede haber otro imaginario para las mujeres, otra posibilidad de camino que no sea ser la esposa que cuide la casa; entonces son estas jóvenes las que están intentando construir otros caminos, pero es fuerte porque estas mujeres piensan: ‘yo estoy estudiando, estoy fuera de mi pueblo y me gustaría regresar a mi pueblo y compartir la vida con alguien ¿cómo le voy a hacer? ¿en dónde voy a trabajar? ¿con quién voy a compartir? ¿con qué tipo de hombre? o ¿hay otros hombres que están pensando en otra forma de vivir, que aceptan que una mujer haya estudiado o que quiera trabajar?¿con quién voy a compartir? ¿cómo voy a criar a mis hijos? ¿en dónde?’”

Mavi Cruz Reyes es la directora de comunicación del Centro Fray Matías Cordóva. Ella me contó que este lugar se enfoca en reconocer los diferentes tipos de violencia que sufren las mujeres migrantes. Por ejemplo, las mujeres indígenas guatemaltecas compartieron que no tenían la oportunidad de hablar sobre el dolor menstrual en sus comunidades. Aunque la gente siempre piensa que las mujeres emigran por cuestiones económicas o por huir de la violencia física, en realidad muchas de ellas lo hacen en busca de atención médica. Cruz Reyes señaló que la falta de cuidado médico era una forma de violencia de género, solo una “la que menos está nombrada, la que menos está reconocida como una de las causas por las que las personas huyen”. Explicó que parte de los objetivos del Centro era “visibilizar mucho de lo que digamos, muchas causas por las cuales las mujeres huyen es porque experimentan las múltiples caras de la violencia. Viven una violencia que a veces no se nombra”.

La violencia sin nombre –como que se niegue el acceso a la educación o el trabajo doméstico forzado- es lo que hizo que Aracely Orozco de 46 años, originaria de Las Pilas de San Marcos, Guatemala, migrara hacia Tapachula. A los 16 años, Orozco se había escapado de un hogar en donde se ejercía la violencia física y emocional. Su brazo derecho es un mapa de cicatrices acumuladas que trazan una línea zigzagueante desde la muñeca hasta el hombro; el recuerdo de un accidente que había sufrido cuando trabajaba en una fábrica de tortillas, así como de las numerosas operaciones que se le habían hecho para tratar de recuperar la movilidad total del brazo. Desde que dejó su país, Orozco ha tenido diferentes empleos relacionados al cuidado de niños y al trabajo doméstico y, al mismo tiempo, ha logrado criar a sus dos hijas y sobrellevado una relación abusiva. El padre de sus hijas era un alcohólico del que no podia separarse solo porque como trabajadora doméstica no ganaba el dinero suficiente como para independizarse. Al contarme las razones por las que huyó de su casa cuando era joven, explicó: “No termino de estudiar porque como le digo, la mujer está para estar en la casa, entonces yo estudio nada más hasta 4° de primaria y hasta allí me quedo porque no había para darle estudios a una mujer, pero mis hermanos sí estudiaron. Entonces yo me sacrifiqué para que ellos estudiaran”. A Orozco se le pidió que se hiciera cargo de las labores del hogar, que limpiara y cocinara para sus padres y sus tres hermanos. “En mi país los padres son muy machistas,” me dijo. “Yo desde los 8 años ya empiezo a trabajar”.

Tanto los migrantes como los ciudadanos cruzan la frontera de México y Guatemala a través del Río Suchiate en balsas. (Cambria Harkey)

A los 16 años Orozco llegó a Tecún Umán, cruzó el río Suchiate en una balsa hecha de neumáticos y toco tierra en Ciudad Higalgo, México, que está a poco más de 48 kilómetros de Tapachula. Durante décadas, los migrantes han cruzado el río en el mismo punto, desde el cual se puede ver el Puente Internacional Doctor Rodolfo Robles, que es donde, en teoría, todos los individuos que quieran entrar a México deben presentar su pasaporte y pagar una cuota.

Víctor Manuel Torreón, de 58 años, vive en Tecún Umán, Guatemala y se dedica a reparar flotas de 50 balsas de 6 metros de largo, las cuales están hechas con la parte interior de neumáticos de tractores y con cajas usadas de madera. Torreón pasa el día entero parchando fisuras y llevando las balsas a la orilla del río con su torso desnudo que, aunque correoso, ya muestra signos del paso del tiempo, explicó: “Llevo trabajando 45 años. Sí, nosotros estamos aquí todos los días, las 24 horas del día”. También contó que ha sido testigo de cómo la migración ha cambiado en el transcurso de los años, incluyendo un pico en la migración de África en el año 2016. Al hablar de su familia, Torreón dijo: “Tengo un hijo en Tijuana y otro en Chicago. Sólo allá se puede mantener a uno porque acá no hay trabajo”. Durante su descanso, tomó una siesta estirado sobre un conjunto de llantas y rodeado por un grupo de muchachos que tomaban café y leían el periódico. Al platicar sobre la interacción que tiene con los migrantes, dijo: “Cuando uno viene de lejos a veces viene sin que comer, entonces lo que nosotros hacemos aquí es ayudarlos, darles de comer un tiempo para que ellos vayan, para que se vayan a la casa del migrante”.

Torreón no trabaja solo, su socio, Carlos Humberto Martínez Rodríguez de 58 años ha trabajado con él durante 14 años en el negocio de reparación de balsas. “Se puede cargar una tonelada de mercancía en la balsa”, dijo Martínez Rodríguez, mientras señalaba a los hombres que descargaban bultos de cemento de una camioneta y lo subían a las balsas en el lado mexicano del río. A todas horas se pueden ver cerca de 20 balsas cruzando el río en una travesía que dura 4 minutos; estas vienen cargadas con cajas de cerveza, paquetes de papel de baño y vegetales. Al hablar sobre los cambios que se han dado en la migración, Martínez Rodríguez explicó: “Sí, la vez pasada ya pasaban bastantes (cubanos, africanos), pero ya no. Sí han pasado mujeres migrantes, pero ahora no están pasando muchos como en otros años”.

Aura Cardona, de 53 años y originaria de Tecún Umán, estaba sentada en una camioneta cerca de las balsas, a lado había una cruz blanca de 9 metros que se levantaba a la orilla del río. Cardona estaba esperando un envío de aceite para cocinar que posteriormente revendería. Algunos productos eran más económicos en México y podían venderse en Guatemala para obtener algunas ganancias. Cardona se encontraba en el asiento del copiloto de su camioneta mientras su nieta dormía en su regazo. Había migrado a los Estados Unidos cuando su hija era joven y durante 13 años trabajó en un restaurante en San Pedro California, con un salario de $9 dólares americanos la hora. Gracias al dinero que enviaba a su hogar en Guatemala, pudo costear la educación de su hija: “Cuando yo me fui, la dejé muy pequeña como de la edad de ella”, dijo, señalando a la pequeña en sus brazos. “Así yo pude darle sus estudios. Es muy importante. Es cierto, es bien difícil, porque aquí no se puede, aquí sólo hay para la comida”.

A medida que uno se aleja de la orilla del río, pasa por negocios de cambio de divisas y por una flota de mototaxis manejados por jóvenes musculosos. En una de las calles que lleva a la plaza principal de Tecún Umán, Eduardo Escoto, de 54 años, se encontraba sentado afuera de una tienda de motores. Hace apenas un año Escoto había migrado a Tecún Umán desde Tegucigalpa, Honduras; y me contó que su experiencia migratoria no había sido tan difícil. Al hablar sobre lo que era cruzar el río, dijo: “Es mejor andar sólo para el hombre, para la mujer no”.

María Baldivia Palacio, de 40 años, se encontraba en el patio de su casa, cerca de la tienda de motores. Había emigrado desde Estelí, Nicaragua y cuando habló sobre lo que para ella fue dejar su país de origen, en voz baja y con lágrimas en los ojos dijo: “No hay dinero para estudiar, yo ya no estudié. Llegué hasta el segundo grado porque no había dinero para estudiar”; sobre Estados Unidos comentó: “Más con el presidente ahora, yo miro las noticias y sí está duro. Yo miro las noticias y miro a mis hijas y comemos tortilla con sal. Es que no hay dinero, está duro, está duro esto. Sigo trabajando honradamente con la frente levantada”.

Cerca de las vías del tren y después de haber cruzado el río de vuelta a Ciudad Hidalgo conocí a Wendy Carolina, de 35 años y quien había emigrado de Guatemala a México a la edad de 16 años. Se encontraba en la calle con su hija de 16 años quien, a su vez, llevaba en brazos a su hija, una bebé seis de meses de edad. “Uno sin dinero no es nada”, me dijo Carolina. “Nosotras no estudiamos por lo mismo”.

Una niña monta en bicicleta a lo largo de la carretera en la ciudad fronteriza de Tecún Umán, Guatemala, que conduce a la casa del migrante del pueblo. (Cambria Harkey)

Los migrantes que van rumbo a Estados Unidos suelen detenerse en Tapachula. Ahí pueden descansar en un albergue para migrantes y pedir asilo en México, el cual es un proceso que suele llevar de tres a cinco meses. Cruzar la frontera es peligroso en ambos lados del río, ya que el área está controlada tanto por los Zetas, un cartel mexicano dedicado al tráfico de drogas, personas y armas, como por la MS-13, una pandilla con células en El Salvador, Guatemala y Honduras. Durante la semana que pasé en la frontera, una persona local me dijo que los Zetas habían decapitado a ocho hombres en Ciudad Hidalgo.

Cinthia, de 23 años, cruzó el río Suchiate con su esposo Dilmer, también de 23, y sus hijos, Eduardo y Eunice, de 5 y 3 años respectivamente. Se refugiaron en Tapachula, en el Albergue para Migrantes Belén, dirigido por el casi siempre descalzo padre Flor María Rigoni, cuya larga barba blanca lo precede a donde quiera que vaya. Por miedo a ser idenficados por los traficantes, Cinthia pidió que tanto ella como su familia fueran presentados solo por sus nombres de pila. “Sí es difícil, pero hay que echarle para adelante por los hijos”, dijo al hablar sobre haber dejado su hogar en San Pedro Sula, Honduras. “Yo llegué hasta segundo curso en la escuela, sólo el tercer grado, sólo hasta allí y no más. En Honduras hay más delincuencia que oportunidades, él que no sepa quiere ser ciego”.

La plaza principal en Tapachula en un centro importante de actividades. Algunas mujeres van en búsqueda de oportunidades para ganar dinero, casi siempre como trabajadoras domésticas y sexuales; otras van a reunirse, mientras las mujeres y niñas indígenas venden chicles y dulces en pequeños mostradores de madera que se cuelgan en el cuello. Un día, mientras estaba sentada en la plaza, le pregunté a una niña si tenía hambre, pero ella se dio la vuelta y se alejó en silencio; al mismo tiempo, unos hombres que merodeaban la zona se acercaron a ella.

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Cuando me senté en una banca a lado de unas palmeras, un hombre de edad avanzada que estaba sentado cerca se presentó como Gilberto Castañeda Figueroa de 70 años de edad. Me contó historias de su juventud como activista estudiantil en la UNAM, la Universidad Nacional en la Ciudad de México, en donde se unió a las protestas en contra de la violenta represión del gobierno ocurrida en Tlatelolco en 1968. En esa ocasión, las fuerzas del Estado bloquearon todas las entradas a la plaza en donde se llevaba a cabo la protesta y asesinaron a fuego abierto a cerca de 400 estudiantes desarmados. Por más de una década, el gobierno negó haber sido el responsable de la masacre. El ex-activista sacó de su cartera una foto de él cuando era joven y me la dió. “Viví en la Ciudad de México por muchos años, pero como dicen por ahí: “el elefante viejo siempre regresa a morir a su hogar”, me dijo.

Castañeda Figueroa me explicó la dinámica de la plaza y me señaló las áreas que eran ocupadas por trabajadores sexuales de diferentes países. Matus Sánchez también me había contado sobre el tráfico de personas que se daba en la plaza principal de Tapachula: “Aquí la trata es el mejor negocio que hay, tiene más de 50 años la trata y la venta de órganos”, dijo. “Todos los dulceros son víctimas de trata y los obligan a vender drogas. ¿Qué hacen? Los van a traer o a comprar en Guatemala o en su lugar de origen, pero los compran por hermanos, sí son tres niños, compran a los tres niños. Los llevan, hay un lugar grande y allí duermen, y nunca los hacen trabajar a los tres niños juntos, el más chiquito lo tienen allí o lo hacen trabajar en otro grupo. Los niños trabajan más o menos 24 horas en la calle, o sea, los ves libres”. Matus Sánchez también me contó la historia de una madre migrante a quien se le había extraviado su hija de 3 años de edad. El cuerpo de la niña fue encontrado a las orillas del río, suturado y sin algunos de sus órganos. Matus explicó “Hay un cirujano en Tapachula que durante 50 años ha estado involucrado en la venta de órganos y lleva a cabo las operaciones en el sótano de su casa”. Cada domingo, gente de Guatemala viene a buscar trabajo en el parque central de Tapachula. Es justo en este lugar donde la gente desaparece sin que nadie lo reporte: “La gente de Guatemala viene a buscar trabajo a Tapachula en el parque central todos los domingos; allí es donde desparecen y como ellos vienen solos, nunca lo reportan”.

Para Matus Sánchez, algo que resulta difícil de ayudar a las víctimas de tráfico de niños, es que ninguno de los albergues de migrantes en México se enfoca específicamente en atender las necesidades de los infantes. Esto se debe, en parte, al hecho de que la mayoría de los migrantes son adultos. Sin embargo, en 2014, más de 113,000 niños migrantes fueron detenidos en la frontera de México con Estados Unidos, número que no es para nada insignificante. Para abordar este problema, el albergue Jesús el Buen Pastor había lanzado un proyecto llamado “Orquestando vidas”, el cual ofrecía clases de música para niños migrantes con el fin de conformar una orquesta. “Hay un fenómeno que no se atiende, el niño traumatizado no se atiende”, explicó Matus Sánchez.

Ludin Gómez, una madre soltera de 31 años que viajaba con sus tres hijos, se estaba quedando en el Albergue para Migrantes Belén y había comprobado de primera mano la falta de actividades y apoyo para los niños en los albergues para migrantes. Gomez pasaba su tiempo sentada en una de las bancas del albergue y se encontraba rodeada de hombres que yacían en otras bancas, jugaban cartas y dormían en el suelo. El albergue estaba repleto de hombres solteros, algunos paseaban en los alrededores del lugar, otros reposaban sobre piedras grandes, otros más gritaban y unos cuantos caminaban de un lado a otro.

Entre ellos estaba Alair Guillén, de 24 años y originario de San Pedro Sula, Honduras, tenía una mirada brillante y el cabello rapado. Se presentó en inglés como un Dreamer de Obama, dijo que sus padres habían migrado a Estados Unidos con él cuando tenía seis años. Explicó que no había pagado algunas de las cuotas legales necesarias para mantener su estatus de Dreamer y que había sido deportado a Honduras. “Ha sido un gran cambio a la vida real” dijo “porque, como sabes, en nuestros países hay mucha violencia y pobreza. Me mandaron a San Pedro y no tenía ningun tipo de experiencia ahí”. Guillén decidió tomar la ruta del migrante para huir de las amenazas de violencia; en el trayecto un camionero le dio aventón, pero al poco tiempo empezó a temer que el hombre lo secuestrara y lo traficara. En Guatemala unos policías lo detuvieron y lo extorsionaron, por lo que tuvo que darles más de la mitad de su dinero. Guillén me contó que se le había prohibido la entrada de Estados Unidos por 10 años. Su plan era trabajar en México durante una década antes de tratar de entrar otra vez a Estados Unidos y reunirse con sus padres. “Estoy tratando de mostrar que no todos los migrantes van a hacer cosas malas” dijo, “de hecho algunos de nosotros estamos tratando de regresar al trabajo y retomar nuestras vidas.”

Ludin Gómez, de 31 años, madre soltera de Santa Rosa de Copán, Honduras, se encuentra con sus hijos Daniela, 8, Isaac, 9 y María José, 12 frente al Albergue Belén, donde se quedaron después de cruzar Guatemala. (Cambria Harkey)

Gómez había emigrado de Santa Rosa de Copán, Honduras, con sus hijos Daniela, Isaac y María José de 8, 9 y 12 años respectivamente; lo hizo porque no podia darles de comer ni mandarlos a la escuela. Sin embargo, hace algunos años ya había hecho un viaje a México sola: “Iba sola y pues sí, el camino es bien duro. dijo.“Sufrí muchas cosas para seguir adelante, pues hay unos que trafican drogas en el camino y yo caí en manos de personas así, y sí sufrí de verdad con ellos. Ellos querían que yo traficara, pero no lo hice, sino solamente me apoyaron; pero pues igual ellos nunca dan algo si no hay algo a cambio”. Gómez solo había terminado la primaria antes de haberla abandonado para trabajar y mantener a su familia. Mientras observaba a sus hijos jugar en la casita en el patio del albergue, suspiró y dijo: “Y en los estudios se han atrasado bastante, y me duele porque soy madre, y me duele que ellos no han terminado”.

Los migrantes experimentan una especie de violencia que no tiene nombre, la violencia de no poder alimentar a sus hijos, de no poder darles una educación, la violencia de no poder tomar decisiones sobre sus cuerpos, su salud o su futuro; la violencia sin nombre y sin registro de que los desaparezcan. A pesar de los desafíos, Matus Sánchez, Lagunes Gasca, y otros continuan apoyando a los migrantes y encuentran sentido en su trabajo.

Lagunes Gasca piensa que la esperanza habita en los cambios pequeños, como cuando todas las migrantes en la Casa de las Mujeres decidieron aportar dinero para un fondo de ahorro para dar prestámos a otras mujeres migrantes que quieran empezar su propio negocio. De hecho, varias trabajadoras sexuales trans que han escapado de persecuciones en El Salvador decidieron que querían iniciar un negocio de venta de dulces caseros en la plaza. El Salvador es uno de los países más conservadores en América Latina, y uno de los más peligrosos para la comunidad LGBTTTI, lo cual ha provocado un éxodo de la comunidad trans. Lagunes Gasca señaló que gracias a esta iniciativa de negocios se pudo ver por primera vez a una mujer trans haciendo algo diferente al trabajo sexual. Para ella, el hecho de que la gente local vea a una mujer trans como algo más que una trabajadora sexual representa un cambio pequeño pero muy importante.

Al hablar de las mujeres migrantes con las que trabaja, Lagunes Gasca dijo: “Aprendo mucho, mucho de ellas, pero me da mucha frustración todo eso otro que está alrededor. Llega un momento que dices: ‘no puede ser posible ¿por qué tanta violencia, tanta maldad y crueldad, tan poco apoyo, tan poca consideración? Entonces sí es muy doloroso. Pero es rico estar aquí juntas, es rico escucharnos, conocernos, aprender de lo que se puede hacer. ¿Cómo nos podemos poner a la par, hombro con hombro, y luchar por sus sueños? ¿Cómo le hacemos para que ellas tengan acceso a la educación si es lo que ellas quieren? Peleamos por eso”.

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Alice Driver es una periodista y traductora freelance con sede en la Ciudad de México. Ella es la autora de More or Less Dead, y ella es un 2017 Foreign Policy Interrupted Fellow. Su trabajo ha aparecido o está por venir en The New York Times, Outside Magazine, The Atlantic, Oxford American, Lenny Letter, The Guardian y Pacific Standard.

Editor: Mike Dang
Fotógrafo: Cambria Harkey
Comprobador de hechos: Matt Giles
Editor de copia: Jacob Gross
Traductora: María Ítaka