Alice Driver | Longreads | Junio ​​2017 | 22 minutos (5,698 palabras)

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“¿Qué tan buena es una frontera si no hay gente dispuesta a abrirla de par en par?”
— Hanif Willis Abdurraqib *cita del relato en vivo en el “California Sunday Popup” en Austin, Texas, 4 de marzo de 2017

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A la orilla de la tierra prometida se levantan tormentas de polvo provenientes del desierto obscureciéndolo todo, incluso los migrantes tienen que esperar frente a un complejo rodeado por una valla metálica coronada por alambre de púas. Pero el Padre Javier Calvillo Salazar es oriundo de Ciudad Juárez, México, y está acostumbrado a todo esto, así como a todos aquellos que llegan después de una jornada en la que bien pudieron haber transcurrido miles de kilómetros y cientos de días, casi todos llegan cubiertos de cicatrices, con huesos rotos o sin alguno de sus miembros, con heridas que dejan en evidencia la falta de humanidad que se encuentra a lo largo del camino. Son personas que llegan llorando, con rostros endurecidos, con embarazos, con enfermedades venéreas y hasta con historias que remiten a las de Gabriel García Márquez, en las que cuentan haber visto con sus propios ojos a un cocodrilo devorar a un recién nacido de una sola y tajante mordida.

Nicole fue entregada en los brazos de su madre, Ana Lizbeth Bonía de 28 años, en un hospital de la frontera norte de México. Después de una travesía de 9 meses, que inició en Comayagua, Honduras, Ana Lizbeth llegó al albergue de migrantes Casa del Migrante Diócesis de Juárez con su esposo Luis Orlando de 23 años, y su desnutrido hijo José Luis de 2 años, que tenía unos ojos redondos como platos que brillaban con emoción. Ana nunca terminó la primaria, y pasó su niñez en las calles, vendiendo verduras desde los 4 años.

El albergue para migrantes en Juárez está tan cerca de El Paso, Texas, que los migrantes sienten el agridulce llamado de una tierra que pueden ver pero en la que difícilmente pueden vivir de manera legal. El albergue cuenta con 120 camas para hombres, 60 para mujeres, 20 para familias, así como con un área aparte en donde los migrantes transgénero pueden quedarse si así lo desean. La mayoría de los migrantes que llegan son hombres solteros, y durante las entrevistas realizadas ellos mencionaron que la amenaza del presidente Trump de separar a los niños de sus madres ha provocado una caída en la migración de estos grupos. Inicialmente, cada migrante tiene permitida una estancia no mayor a tres días, pero pueden quedarse más tiempo dependiendo de su condición, como es el caso de Ana, que necesitaba tiempo para descansar y recuperarse después de haber dado a luz a Nicole.

Ana y José Luis juegan en la sala de televisión en el albergue mientras Nicole duerme.

El albergue fue fundado por los Misioneros de San Carlos en 1982, y el Padre Javier, quien lleva 15 años trabajando con los migrantes, ha sido el director durante los últimos 7 años. El albergue funciona las 24 horas del día 7 días a la semana gracias a un personal compuesto por veintitrés personas, entre los que se incluyen terapeutas, expertos en derechos humanos, cocineros y recepcionistas. En enero de este año la Iglesia Católica designó al Padre Ricardo Reina García, de 42 años, para que ayudara al padre Javier con el trabajo realizado en el albergue. Cuando llegué al albergue, el Padre Ricardo ya llevaba ahí casi dos meses.

He estado viajando a Juárez desde 2011, primero para realizar entrevistas para mi libro, More or Less Dead, y después porque no pude dejar de escribir sobre las mujeres que había conocido, madres cuyas hijas habían desaparecido, víctimas de violación y asesinato. De algún modo, quería usar mis palabras para luchar por la igualdad y la justicia. A raíz del proceso de investigación de mi libro, me di cuenta que muchas de las víctimas de la violencia en Juárez eran migrantes porque, a fin de cuentas, los migrantes son extremadamente vulnerables a la violencia, ya que suelen ser personas indocumentadas que están lejos de sus familias. En 2015, después de la publicación de mi libro, supe que para mi siguiente proyecto contaría historias de migrantes, muchos de los que desaparecieron en México sin dejar huella, víctimas de una extensa red de tráfico de personas. En 2017 recibí una beca para iniciar un proyecto sobre los migrantes centroamericanos, y fue entonces cuando regresé a Juárez a vivir en el albergue de migrantes de la ciudad, como parte inicial de una travesía en la que seguiría la ruta de los migrantes a través de México, Guatemala y El Salvador.

Tres días después de la llegada de Ana al albergue de migrantes de Juárez, el Padre Ricardo se apresuró a llevarla al hospital para que diera a luz. Antes de subirse a la camioneta, el Padre comentó que Ana le dijo que no quería que su esposo Luis estuviera presente en la sala de parto.

El Padre Ricardo, nacido también en Juárez, tiene una complexión grande que podría resultar intimidante si no hablara con la suavidad que lo caracteriza. Su voz es reconfortante, un decibel mayor al de un susurro, y cuando no está llevando a migrantes a la estación de autobuses, a citas médicas o trabajando, pasa sus días presidiendo bautizos, bodas y funerales. Durante mi estadía de dos semanas en el albergue pasamos mucho tiempo juntos. Una tarde soleada, mientras el viento doblaba por las esquinas del albergue, me dijo: “Mi contexto de vida familiar siempre fue entender la dinámica de la migración. Mi familia, mi papá es de aquí de Zaragoza, de un rancho, mi mamá es de Zacatecas, la abuela de mi mamá es de Durango. Ya que mis raíces son en esa movilidad humana que significa busca una mejor vida por generaciones, así me concibo. Mi concepto es que la migración es una condición humana que va a estar siempre presente”.

Para algunos migrantes el camino terminaba en Juárez, donde al menos había algo de trabajo disponible. Cuando Nicole cumplió cinco días de nacida me senté con su padre Luis y le pregunté sobre su viaje. Él y Ana habían viajado en autobuses desde Honduras hasta Juárez, y cuando ya no tenían dinero se quedaban en un lugar y pedían limosna en las calles o buscaban algún trabajo, me dijo: “Sí queríamos cruzar, o sea, a Estados Unidos, pero según lo que dijo el presidente pues cambiamos de planes por lo que él dijo, que iba a separar a los padres de sus hijos, y pues por eso tomamos la decisión de quedarnos acá”. A pesar de su juventud, Luis parecía muy convencido de formar una vida en Juárez para su esposa y sus dos hijos.

En el albergue de los migrantes una madre, Ana, había dado luz al mismo tiempo que otra se preguntaba dónde estaba su hija. Anahí Ortigoza Reyes, de 34 años, estaba varada en Juárez mientras su hija Ashley Anahí estaba en Oregon. Anahí y Ashley habían volado a Juárez desde Huajuapan de León, México. Anahí me contó que había contratado a unos polleros para que la llevaran a ella y a su hija a través de la frontera, pero las habían obligado a separarse. Los polleros primero cruzaron la frontera a salvo con su hija, pero dejaron a Anahí cerca del muro con un par de pinzas para cortar alambre y le dijeron que tenía que cortar el camino de vallas metálicas para poder cruzar. Casi inmediatamente, Anahí fue capturada por la patrulla fronteriza y enviada de vuelta a Juárez. “Mi esposo está del otro lado”, me dijo, “vive en Oregon. La niña ya está en Oregon”. Le pregunté cuándo fue la última vez que había vivido en Estados Unidos: “Regresé para México y ya llevo 12 años aquí. Vine a ver a mi mamá que estaba mala”, me contestó.

Manuel García Corona, de 45 años y nacido en Michoacán, México, llegó al albergue después de haber sido deportado de Estados Unidos. Había vivido ahí 25 años y trabajaba como conductor de camiones de carga pesada a pesar de su condición como indocumentado. Cuando le pregunté sobre el porqué de su deportación, dijo que había sido acusado erróneamente de transportar migrantes indocumentados, pero no quiso entrar en detalles. “¿Volver a Estados Unidos?” preguntó, “es un país muy bonito y la gente es bien paciente y agradezco mucho la paciencia para la comunicación, pero para nosotros que ya somos deportados es un país de miedo, yo te lo podría identificar como el infierno”. Manuel piensa regresar a su estado natal, Michoacán, México, en vez de intentar regresar a Estados Unidos. Otros hombres deportados que habían llegado al albergue hablaron sobre los hijos que habían dejado atrás, o sobre familias separadas, y también dijeron que cruzarían la frontera las veces que fuera necesario para poder reunirse con sus hijos.

El albergue para migrantes está decorado con murales diseñados por el artista local Octavio Navatomik y pintados por los mismos migrantes. Los murales retratan a La Bestia, el tren de los migrantes.

“El tren casi estuvo a punto de quitarme los pies”, relató Darlin Palacios de 38 años y originario de San Pedro Sula, Honduras. Tenía ojos destellantes e inquisidores, y narraba su historia con calma y mesura. Se sentó en la sala de televisión del albergue frente a un mural pintado por los migrantes y en donde aparecía la leyenda “Ningún ser humano es ilegal”. El mural mostraba el rostro de una mujer blanca con cabello estilo telenovelesco, un adolescente negro y un niño de piel muy clara, junto a ellos había un tren en cuya parte superior iban subidas varias mujeres de formas voluptuosas, las cuales, supuse, sólo habían podido ser pintadas por hombres.

El tren de carga en el que Darlin y la mayoría de los otros migrantes se suben atraviesa México de sur a norte, y es conocido como La Bestia o El Tren de la Muerte. Éste recorre más de 2,900 km desde Tapachula hasta Juárez, y durante el viaje los migrantes tienen que tomar docenas de trenes diferentes, subirse y bajarse continuamente para evitar tanto los puestos de control policíaco como los grupos criminales que controlan algunos territorios. Darlin llegó al albergue de migrantes en Juárez tras el que sería su quinceavo intento por cruzar la frontera de Estados Unidos. Su primer viaje lo hizo en 2004, cuando tenía 26 años. En ese entonces había estado trabajando en una tienda de reparación de electrónicos, pero tanto él y su familia estaban muy endeudados y necesitaban dinero. En contra de los deseos de su familia, Darlin decidió que trataría de llegar a Estados Unidos: “Cumplí como dos o tres cumpleaños nada más andando, navidades dos”, dijo.

Darlin ha pasado doce de sus mejores años en la ruta de los migrantes, repitiendo un circuito de territorio cada vez mayor sin poder llegar jamás al destino que tanto anhela. Al hablar sobre el ambiente político actual de Estados Unidos Darlin me comentó: “En la frontera sí hay un poquito más de racismo que antes, pero en lo que es el racismo en general pues creo que eso siempre ha sido igual. Le tenemos más miedo a la criminalidad aquí en México al querer cruzar que a la misma migra. La migra siempre nos va a detener. La criminalidad no nos va a detener, nos va a matar”.

Darlin recuerda cada uno de sus viajes a detalle, y habla con entusiasmo de casi todas sus aventuras, excepto sobre cuando fue secuestrado por un grupo criminal durante su último intento de cruzar la frontera y llevado a la sierra mexicana por un mes. Habló sobre lo hermoso que puede ser el viaje, sobre todo al ir conociendo México desde lo alto del tren. Sí, también había llorado a lo largo del camino y se había deprimido, pero trataba no pensar en eso ya que su futuro estaba siempre en su mente. Las dos veces que logró cruzar la frontera de Estados Unidos fue capturado y deportado inmediatamente. ¿Sabías que usan drones para encontrarte en las noches? preguntó, “los drones detectan el movimiento y te avientan una luz encima”. La segunda vez que lo deportaron, la orden de expulsión le prohibía la entrada a Estados Unidos durante 20 años.

“Esta es una de las mejores casas de migrantes que hay en México” me comentó Darlin, “nos atienden perfectamente, buena comida. Lo único es que no nos dejan salir a menos que vayamos a trabajar, dicen que es por seguridad”. Entre 2009 y 2011 Juárez fue declaraba la ciudad más violenta del mundo, y aún sigue experimentando niveles elevados de violencia. Cuando llegué ahí, el 23 de marzo de 2017, había habido un total de 71 asesinatos en la ciudad en ese mes, y justo antes de mi llegada la policía había descubierto fosas comunes con 18 cuerpos no identificados.

Un migrante solitario espera en el comedor mientras la cocinera prepara la cena.

A los migrantes los mantienen encerrados en el albergue, les permiten usar el teléfono y el internet diez minutos al día, y se les escolta a sus dormitorios todas las noches a las 8:30 p.m.

Tienen permitido dejar el albergue durante el día en caso de que quieran trabajar y ganar un poco de dinero extra en trabajos arreglados por el albergue. Muchos se han quejado del horario estricto, pero también reconocen el buen funcionamiento del lugar. Todos los migrantes con los que hablé mencionaron que muchos de los albergues en México son corruptos y funcionan para hacer dinero: les cobran la comida y el uso de regaderas, o incluso operan como vínculo entre polleros y traficantes de personas. Algunos albergues no tienen camas, otros no cuentan con electricidad y en otros se sirve comida podrida o ni siquiera ofrecen comida. Ana, madre de la pequeña Nicole, describió que muchas veces: “Hay demasiada gente y hay albergues donde los directores no son buenos, hasta la comida venden. Es un negocio. Dejan a uno bañarse una vez por semana”.

El desayuno en el albergue de Juárez se servía todos los días a las 7:30 am. Los pollos que estaban en el patio trasero producían cerca de una docena de huevos a la semana y, cuando había disponibles, eran preparados por Lolita, la cocinera a cargo del turno de casi todas las mañanas. El café era caliente y abundante, lo bebíamos en tazas que tenían un leve sabor a cloro. Lolita hacía milagros con la comida que recibían como donación, y a veces servía hot cakes, chiles rellenos y caldo de pollo. Los migrantes, que nunca estaban seguros de dónde saldría su próxima comida, lanzaban miradas de alegría al ver la comida de Lolita.

Un migrante llamado Gonzalo Rodríguez llegó al albergue varios días después que Darlin. Me contó que era homosexual y que había trabajado como maestro en Costa Rica hasta que un administrador muy religioso y conservador trató de encarcerlarlo por ser homosexual y trabajar con niños. Gonzalo huyó de Costa Rica y se encontró con su padre y su medio hermano en Honduras. Me contó que su medio hermano decidió acompañarlo en su intento por cruzar hacia Estados Unidos y atravesaron México juntos con ayuda de un pollero. Fueron al consulado de Honduras, en donde cada uno pago $2,500 dólares por identificaciones falsas, las cuales, pensaron, facilitarían las cosas. Sin embargo, poco después de empezar su viaje en México el pollero los vendió a un grupo de traficantes de personas. Gonzalo también me dijo que tenía miedo de decirle a la gente sus preferencias sexuales, ya que en muchos albergues de México rechazan a personas homosexuales o transgénero desde que ponen un pie en la puerta.

Gonzalo, que tenía el rostro redondo y chato y era muy directo al hablar, bajó la voz y dijo susurrando: “A mi hermano se lo llevaron para traficar droga y yo fui a una bodega en Magdalena, una bodega más grande que esta casa, donde había unas 185 personas y allí había personas de todas las nacionalidades: hondureños, salvadoreños, guatemaltecos, unos de Nepal, de la India, que estaban siendo prostituidos, y niños entre los 13 y 15 años de edad estaban siendo prostituidos, ¿me entiendes?”. Los hombres de complexión grande como Gonzalo servían para empacar cocaína y mariguana. También contó que: “El cuarto negro era el que daba más temor de todos, porque sabíamos que iban a sacar un órgano, y allí le daban el tiro de gracia a las muchachas o a los muchachos porque ya no querían seguir allí, los mataban enfrente de todo el mundo”. Había escuchado rumores sobre el tráfico de órganos en México desde hace 10 años, pero le dije que no había investigación alguna que comprobara la existencia de una transacción tan bien establecida y técnicamente coordinada como esa. “Pero seguro el tráfico de órganos dejaría algún tipo de evidencia ¿no?”, pregunté. Gonzalo insistía en que el tráfico de órganos era algo real.

Los migrantes dejan dibujos y mensajes en el albergue antes de continuar con su travesía hacia Estados Unidos.

En el transcurso de los años, el Padre Javier había escuchado historias similares: “Cuando hablamos de eso, de migración, hablamos ya de números, hablamos de ganancia, hablamos de economía, hablamos de intereses, hablamos del producto de muchas cosas sexualmente, humanamente, de órganos”, comentó.

“Yo tengo varias quemaduras en mi piel porque no quise hacer cosas que tenía que hacer” dijo Gonzalo; se subió el pantalón para mostrarme las marcas en sus piernas, “a mí y a unos tres muchachos más nos obligaron a tener relaciones sexuales con animales, hacerles sexo oral a perros. Sí, grabaron para hacer vídeos”. Había visto esos videos brutales en venta en el barrio de Tepito, en la Ciudad de México, y así como los rumores sobre el tráfico de órganos, también había escuchado que los traficantes obligaban a sus víctimas a hacer videos pornográficos especiales.

Cuando se trata del cuerpo humano todo puede ser objeto de tráfico. Los migrantes son un producto en un sistema que los separa en partes lucrativas, hasta que muchas veces no queda nada. “Lo curioso es que el migrante existe, pero no existe, porque no trae papeles y por lo tanto todos pueden hacer lo que quieran”, comentó el Padre Javier en su oficina pintada de un azul celestial y sentado detrás de un escritorio lleno de pilas de papeles y libros; atrás de él parpadeaba un router ubicado junto a la base de un pequeño crucifijo y de una figura dorada la Virgen de Fátima. Cuando el Padre Javier no usaba sus vestimentas religiosas para presidir bautizos y bodas, atendía con dinamismo asuntos relacionados a los migrantes enfundado en chamarras y chalecos deportivos.

Los cuerpos de los migrantes son un gran negocio a nivel mundial. El padre Javier me explicó porqué la migración en México es un negocio más rentable que el tráfico de drogas. Después de escuchar las historias compartidas por algunos migrantes, entendí la manera en que el tráfico de drogas y el de personas se entrelazaban, tal y como sucedió en el caso de Gonzalo, que fue víctima de tráfico y, al mismo tiempo, usado para empacar drogas. Los migrantes son una estadística, un producto que puede moverse de acuerdo a los intereses específicos en alguno de los dos lados de la frontera: “Estamos hablando de la trata de personas, estamos hablando de la desaparición de niños, estamos hablando de la venta de órganos”, señaló el Padre Javier.

A los 16 años Bayron Valle se encontraba camino a Estados Unidos, huía de la violencia y de las adversidades económicas en Ocotepeque, Honduras. A los 18 años, en su segundo intento por llegar a Estados Unidos, logró llegar a California como indocumentado. Bayron relató cómo fue atrapado por la policía en Indio y enviado a un centro de detención en Brawley, y después trasladado a otro lugar en la parte central de California. Posteriormente lo llevaron a San Diego, y finalmente lo enviaron a un centro en Arizona, como parte de un proceso que duró ocho meses.

“Es como la cárcel, uno no tiene opción de nada, ni siquiera de llamar. Las llamadas son bien caras, cuesta 35 centavos de dólar cada minuto”, dice Byron de ahora 22 años, mientras, sentado bajo el sol, alimenta con gajos de naranja a los pollos y pavos que merodean alrededor de los magueyes del albergue en busca de insectos: “Cuando me trajeron a Arizona fue terrible. Nos daban papas de comer, desayuno, almuerzo y cena, solo papa, papa y papa”.

A pesar de su cara de niño, Byron conocía muy bien los caminos de la ruta del migrante; la había recorrido 7 veces, desde Honduras hasta la frontera de México con Estados Unidos. “Sólo quiero pagar algunas deudas que tenemos en Honduras nosotros, de cuando estudiamos mis hermanos y mi mamá, sólo pagar eso”, explicó, “en Honduras no es posible, en el otro lado sí. Allí en Honduras me muero y no hago nada”. Byron venía acompañado por su primo Carlos Portillo, de 25 años y también originario de Ocotepeque, Honduras.

Carlos lava su ropa al atardecer solo con su mano izquierda porque se lastimo la mano derecha en el tren.

Todos los días, al atardecer, Carlos se paraba afuera del dormitorio de hombres a lavar con una sola mano una de sus dos únicas playeras; su otra mano estaba vendada y permanecía colgada, sin fuerzas, a su costado. Esta era la primera vez que Carlos recorría la ruta del migrante y relató cómo los grupos criminales “Nos tiraron de La Bestia, y tú sabes que en estas cosas no te puedes defender, porque si te defiendes te van a matar”. Extrañaba a su hermano de 7 años y hablaba sobre cuánto deseaba darle las oportunidades que él mismo nunca tuvo: “Mi sueño siempre ha sido ayudar a mi familia”.

El Padre Javier ha trabajado con los migrantes por muchos años y, de algún modo, ha aprendido a ordenar sus historias fragmentadas y siempre cambiantes con el fin de encontrar el mejor modo de ayudarlos, aun cuando sus verdades cambian constantemente. Él conocía profundamente sus miedos, tanto los que externaban como los que callaban, y podía ver cómo la desesperación y la violencia, que eran parte de la experiencia de los migrantes, hacía que les resultara muy difícil confiar en alguien. En la ruta del migrante un policía puede ser un traficante de personas, un soldado puede ser un violador, un compañero migrante puede ser un pollero, y un pretendiente puede convertirse en un proxeneta. El Padre Javier también había visto a familias separarse: “Mira cuanta gente se queda en el camino, cuantos se caen del tren, cuantos se mutilan, cuantos se parten a la mitad, cuantos vienen corriendo y los esposos se suben y dejan a sus niños abajo”.

La violencia cotidiana e incluso la brutalidad de la incertidumbre; por ejemplo, no saber cuándo vas a comer, deja a los migrantes acabados hasta la médula. A su vez, todas sus historias me advertían que si los migrantes supieran mi nombre y se lo dijeran a los secuestradores, estos podrían buscarme en Facebook, pedir un rescate, por ejemplo, o decirme que uno de los migrantes que había entrevistado era en realidad un pollero, y así infundirme miedo o causarme paranoia. En mi último día en el albergue Gonzalo me pidió que le tomara fotos para mandárselas a su hermano, un hermano que varias veces había declarado tan vivo como muerto. Después me pidió que le mandara las fotos a través de Whatsapp. Cuando me dio su número yo lo pensé por un momento, pues si le mandaba las fotos le daría mi propio número. Al percatarse de mi vacilación me dijo: “No quieres que tenga tu número ¿verdad?”. Quería confiar en él y me sentí mal, así que opté por enviarle las fotos. Sin embargo, en el transcurso de las siguientes 24 horas ya había recibido una solicitud de amistad de Facebook de él, así como un mensaje de voz en mi teléfono. Decidí borrar ambos.

Mural que decora las paredes del albergue y obra de los migrantes.

Anahí permaneció en el albergue una semana mientras buscaba la manera de traer a su hija de 4 años de vuelta a México con ayuda del personal del albergue. Era complicado, ya que el esposo que ella había mencionado no era oficialmente su esposo. Anahí después dijo que era su novio, a pesar de que tenía 12 años de no haber estado en Estados Unidos. En el mejor de los casos este hombre sería un ex-novio, y dado que él no tenía una relación legal con la niña, las autoridades policiales de Estados Unidos estaban considerando acusarlo de secuestrar a Ashley Anahí. Cuando hablé con el Padre Javier sobre este caso, me dijo que el creía que el supuesto novio de Anahí “Generalmente resulta ser un pollero, así son los polleros, la mayoría de los polleros son los que mueven a los niños o a las mujeres”.

Anahí tenía otros dos hijos en Huajuapan de León, Mexico; Miguel Ángel de 10 años y con ciudadanía norteamericana, y Nelly Charo, de 7 años. Los había dejado con su familia y les había explicado el porqué de su partida, pero no estaba segura de que hubieran entendido. Aunque ya había abandonado la idea de cruzar hacia Estados Unidos otra vez, tenía la esperanza de que Miguel Ángel ayudara a sus hermanas a obtener la ciudadanía cuando él cumpliera 18 años: “Pero tengo el consuelo de que él les arregle a sus hermanas y puedan estudiar allá y salir adelante por ellos mismos”, dijo pensativa.

Una noche después de que Anahí había regresado a Huajuapan de León para conseguir la copia original del acta de nacimiento de Ashley Anahí, que era necesaria para que la niña regresara a México, el Padre Ricardo reunió al resto de los migrantes en la iglesia que estaba junto al albergue para leer la historia de Abraham y su partida hacia la tierra prometida. “Abraham era un migrante. ¿Qué tienen en común su historia y la de ustedes? ¿Qué sintieron al dejar a sus familias?” preguntó el padre. Todos permanecieron sentados en silencio.

Finalmente uno de ellos preguntó “¿Por qué Abraham no logró llegar a la tierra prometida?, necesito saber, ¿fue porque era un pecador?” Aunque estos hombres de Honduras, Costa Rica, México y muchos otros lugares no podían compartir sus sentimientos abiertamente, querían saber si habían sido castigados por algún pecado que desconocían. ¿Cómo es eso de deambular sin la esperanza de llegar a la tierra prometida? Algo que me impactó durante todas mis entrevistas, es que cuando le preguntaba a los migrantes cuál había sido la parte mas difícil de su travesía –algunos de ellos habían sido secuestrados, torturados o habían pasado años y recorrido miles de kilómetros tratando de llegar a la frontera- la respuesta siempre era, palabras más, palabras menos, “Dejar a mi familia”.

En su viaje más reciente de Honduras a México, Darlin fue secuestrado por un grupo criminal durante cuatro días. En el transcurso de sus doce años en la ruta del migrante se había vuelto experto en los sistemas de extorsión. En México esto incluía pagar cierta cantidad de dinero a los grupos en determinadas ciudades antes de subirse a La Bestia. Los grupos pedían a cada migrante una cantidad de dinero y les daban un código. Los miembros de estos grupos viajaban en el tren preguntando los códigos, y aquellos que no lo tenían eran arrojados del tren o secuestrados y luego vendidos a traficantes de personas. “Pues al principio sí pensaba que iba a morir y lo primero que me imaginé fueron los Zetas”, dijo Darlin mientras relataba su secuestro; pensaba que los Zetas era el cartel más poderoso en México. Al final la policía encontró a los secuestradores y rescató a Darlin y a muchos otros migrantes. Justo después de haber sido liberados todos corrieron a bañarse al río y, mientras se bañaban, alguien robó sus ropas y disparó hacia ellos: “Me encontré una pieza de ropa botada en un basurero y con esa me arropé un pedazo y allí venía por todo el pueblo descalzo y desnudo, y todo el mundo se nos quedaba viendo porque era algo raro”.

Daniel Juezca de Veracruz, México, descansando en el albergue con su hijo Oscar Mateo de nueve meses en sus brazos.

Un día Darlin me dijo que Ana, cuya bebé tenía quince días de nacida, había escuchado el rumor de que Luis se había besado en la cocina con la cocinera del turno de la noche. Al día siguiente noté que Ana tenía moretones y rasguños en su cuello y, cuando salí a la camioneta a acompañar al Padre Ricardo para ir a dejar a un grupo de migrantes que se iba del albergue, vi que Luis iba con ellos: “Voy a cruzar la frontera”, dijo subiéndose al carro sin voltear a ver a su esposa y a sus hijos, que estaban sentados bajo el sol detrás de la valla del albergue.

Mientras manejaba, el Padre Ricado hablaba sobre su amor por la enseñanza y la literatura, especialmente la poesía; y luego recitó de memoria “Cultivo una rosa blanca” del poeta cubano José Martí: “Cultivo una rosa blanca/ en junio como en enero/ para el amigo sincero/ que me da su mano franca./ Y para el cruel que me arranca/ el corazón con que vivo,/ cardo ni ortiga cultivo;/ cultivo la rosa blanca”. En el momento en que el padre musitó la palabra “rosa” habíamos llegado a la entrada de la parada de autobús que estaba sobre la carretera. Los migrantes se bajaron de la camioneta y sus rostros desaparecieron entre una nube de polvo mientras nos alejábamos.

Esa noche, preocupado por Ana, el Padre Ricardo le llevó la cena a la sala común para que ella no tuviera que enfrentar las preguntas de otros migrantes. Nos sentamos juntos y comimos en silencio esperando que Ana se decidiera a compartir lo que sentía. Cuando le preguntamos sobre Luis ella contestó con calma: “No sé a dónde va. No va a volver”.

Durante varios días, Gonzalo, el migrante que huía de Costa Rica, siguió contándome su historia. Su medio hermano todavía estaba perdido, y Gonzalo había ido a buscarlo de albergue en albergue en el lado mexicano de la frontera. Se preguntaba si su hermano simplemente se había desvanecido dentro del agujero negro de las desapariciones en México. De acuerdo con un reporte de Amnistía Internacional, en México se han reportado 29, 917 desapariciones forzadas en los últimos años.

Cuando platiqué con el Padre Javier acerca de las desapariciones, me dijo: “No sé si te han platicado de Tamaulipas y los hoyos que hay con perros. Ponen a trabajar a los migrantes, a empaquetar la droga y todas esas cosas y luego, de repente, los llevan a un hoyo donde hay puro perro Doberman, los echan allí y los perros se los comen”.

Pensé en el caso de los 43 estudiantes normalistas, que desaparecieron por la fuerza en septiembre de 2014. El gobierno reportó que sus cuerpos habían sido calcinados, pero una investigación forense no logró encontrar prácticamente un solo fragmento de hueso o material biológico. Ante la falta de evidencia de la muerte de los estudiantes, su desaparición se unió a las decenas de miles de desapariciones denunciadas y no denunciadas. “¿Por qué nadie comenta nada de la trata de personas? Aquí está un claro testimonio y hemos expuesto el vídeo en reuniones. Lógicamente hay probabilidades de que los tráficos de órganos existen, la trata de personas existe, la esclavitud existe”, comenta el padre Javier al hablar del creciente problema de las desapariciones en México.

Darlin, el experto en migración que vivía en el albergue y que se jactaba de haber hecho más intentos en cruzar la frontera que nadie que hubiera conocido, habló sobre cómo las noticias de asesinatos y desapariciones afectan a todos; comentó: “Nuestras familias nunca quieren que tomemos este camino porque ellos han escuchado lo peligroso que es y todo eso. Inclusive cuando encontraron… no sé si escuchaste una noticia de 72 que habían matado en Tamaulipas en el rancho de San Fernando [en 2010], desde esa vez ya las familias hondureñas se han quedado con eso de que una persona puede regresar en cuatro tablas, como le decimos allá, o no regresar nunca”.

En mi segundo día en el albergue Gonzalo me dijo que pensaba que tenía SIDA. Lo alenté para que fuera a hacerse una prueba, pero me dijo que temía que el Padre Javier y el Padre Ricardo lo juzgaran. Esa tarde, el Padre Ricardo, a quien le gustaba ver documentales en YouTube, me invitó a ver un breve documental sobre los migrantes en México que había sido filmado en 2016. “Entrevistan a uno de los migrantes que ahora mismo está en el albergue”, me dijo. A la mitad de las entrevistas apareció Gonzalo, sentado sobre las vías del tren al lado del entrevistador. Se veía igual, pero se presentaba así mismo como Olvin, y le contó al entrevistador la misma historia que me había contado, pero esta vez agregó que los traficantes habían matado a su hermano frente a él. Cuando busqué “Olvin Rodríguez” en Google me di cuenta que también había sido entrevistado por otro periodista para un artículo del Pulitzer Center, y en esa versión de su historia su hermano también había sido asesinado.

Al día siguiente, el personal del albergue me contó que Luis había ido a buscar a Ana. El Padre Javier, que había visto la evolución de esa relación, comentó: “Hay muchos que llegan con la mujer, que es su esposa, que esto que otro, y de repente las dejan, vienen con hijos, así como con esta chica embarazada Ana, hay que ayudar. De repente, va y dice ‘bye’, y no se encariñó mucho con la niña y se va”.

Cuando Darlin dejó el refugio para probar su suerte al cruzar la frontera otra vez, aseguró que en Honduras ya no había oportunidades para él. En sus palabras: “Si me deportan de nuevo, me volvería de nuevo, vuelvo a venir y probar nuevamente. Yo cuando miro a personas mayores que andan en estos caminos, digo yo ‘¿tendré que llegar a esa edad pues para llegar a Estados Unidos? o ¿estaré a esa edad todavía intentando?’”; y después bromeó con que quizá su pasatiempo era la migración.

Migrante tomando una siesta vespertina en la sala de TV.

Dos días después de que Luis apareció en la puerta del albergue, Ana anunció que había encontrado una casa en Juárez para rentar. Le dijo al Padre Javier que un amigo se la había rentado a un precio muy bajo, empacó sus cosas y se marchó. El Padre Javier estaba preocupado por los niños, especialmente por José Luis, que tenía un peso muy bajo para su edad y no contaba con un acta de nacimiento.

“Por eso tú no sabes a veces si es el pollero o el tratante y trae muy dominado a la mujer”, comentó, “hay casos en los que tú dices, y no sabes si es hermano, hermana, si es primo, su amigo, su esposo, su amante o son polleros, dices tú”. Dado que ni Ana ni Luis contaban con un acta de nacimiento o cualquier otro documento legal que probara que Luis era su hijo, el Padre Javier dudaba que el niño fuera de ellos. Ana le dijo que iba a vivir sola, pero a otros migrantes les dijo que Luis había encontrado una casa para ellos, “¿Por qué no me dijo la verdad?”, se preguntó el Padre Javier.

La última vez que vi a Gonzalo, me dijo “¡Encontraron a mi hermano! Está en Texas pero le amputaron una pierna porque los secuestradores le dispararo, y tiene SIDA”. Nunca sabré si el medio hermano de Gonzalo estaba vivo o muerto; o si había sido asesinado frente a él, quien también se presentaba bajo el nombre de Olvin; o si los secuestradores le habían disparado cuando escapó. Nunca cuestioné a Gonzalo sobre la veracidad de su historia porque podía sentir la amenazante violencia de la que él escapaba, la sentí tan profundamente que yo misma empecé a tener miedo sin saber bien por qué.

“Si tú me dices: Padre, te van a hablar y cambiar de trabajo, yo diría, sí, porque como humano también tengo que buscar mi salud”, explicó el Padre Javier, “lo que sí puedo compartirte es que algo que me provoca crisis ahora es que he estado muy enfermo. Ya tengo como cuatro años muy grave, caigo, recaigo, traigo problemas ahorita de la sangre. Sí, traigo problemas del corazón, de la presión”.

En mi último día en el albergue me senté en su oficina, frente a él, estudié su cara bajo la profunda semisombra de la luz de la tarde, “El cardiólogo me dijo ‘ya vaya pensando en bajarle al ritmo en muchas cosas porque ya va afectando muchas cosas’”, me comentó. El problema era que ningún otro cura en Juárez quería trabajar en el albergue de migrantes, así que el obispo le pidió que se quedara, “El obispo me dijo, ‘Seamos realistas, tú tienes que quedarte porque yo veo el plan de Dios allí’”, me explicó el padre. En su plática me confesó que creía firmemente que Dios le mostraría algo de piedad gracias a su trabajo en el albergue. Sin dejar de lucir agotado me preguntó: “Dígame esto ¿Cuándo la migración es mala? ¿Cuándo va a ser malo querer buscar una mejor vida, una mejor familia, un mejor trabajo? ¿Cuándo va a ser malo querer huir de la muerte o de que te quieran matar a ti y a tus hijos, o querer evitar que tu gobierno te aplaste?”

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Alice Driver es una periodista y traductora freelance con sede en la Ciudad de México. Ella es la autora de More or Less Dead, y ella es un 2017 Foreign Policy Interrupted Fellow. Su trabajo ha aparecido o está por venir en The New York Times, Outside Magazine, The Atlantic, Oxford American, Lenny Letter, The Guardian y Pacific Standard.

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Editor: Mike Dang
Fotógrafo: Itzel Aguilera
Comprobador de hechos: Matt Giles; Traductora: María Ítaka